Fue lo primero que escuché cuando me fui a vivir al Chaco. De una vieja radio verde oscuro salía un chamamecito lento, suave, apenas entonado por una voz tan dulce como profunda. "¿Qué es eso?", pregunté mientras engullía un delicioso guisito casero. “El negro Zitto Segovia” me dijeron unos ojos negros. Sonaba aquella voz por la Libertad, una FM de Resistencia que dio vuelta la historia de la radiodifusión chaqueña. El programa se llamaba “A mitad de la jornada” y se emitía, como ya sospecharán, al mediodía. Lo conducía quien luego sería mi amigo y maestro, Manolo Bordón, el primer tipo que confió en mí para hacer radio, que me dijo “Hay algo que no se compra, Tana, y es el criterio”, me enchufó un handy y me mandó a cubrir un quilombito de estudiantes. “Reluce la luna llena con enaguas de satén, te va contando un secreto que nadie puede saber... el viento te vuela lejos, del cabello hasta los pies”... cantaba el Zitto éste y mi corazón se abría a un sonido nuevo, con sabor a verano. Y ahí quedé, prendada de una voz sencilla, atenorada, como de alondra, que me cimbraba en el alma como el agüita fresca de la lluvia en una siesta de verano.
El Negro era el cantor del Pueblo chaqueño. Era como Gardel. La gente lo adoraba porque le cantaba sus cosas, sus dolores, sus historias, sus colores, sus sueños. El negro hablaba, con su música, de gentes concretas. Lucía de Arena. El Cacique Chamelraikin, que volverá con su pueblo de la muerte. Nocaut González, el hombre que en el mugriento baldío se volvía Luna Park. El negro Pavón, soldado muerto en Malvinas. El Ramón, perdida su vida por una mujer. Juana, la lavandera a la que no se le doblaba la espalda Juana jamás. Ricarda la criada de los Molina a los que crió ella. La Loca Margarita y sus solteros almanaques. Mate Cosido tigre ligero como perdiz. Exactos retratos chamameceados que se anudaban con la inundación y el trabajo, con el monte y el Cristo de los villeros y los negros de dientes blancos del Camba Cuá.
Pocas semanas después de llegar al Chaco, lo conocí. Veintidós años tenía yo y me había ido a una provincia casi ignota detrás del amor. No sabía que una vez que aquel amor se me fuera, me iba a quedar por amor a la provincia. Trabajaba en un pequeño barcito en la calle Perón, a cinco cuadras de la plaza central de Resistencia. Oficiaba de moza, lavaplatos, cocinera, creaba personajes y cazaba la viola y armaba la guitarreada, que se extendía hasta bien entrada la madrugada. En este barcito empezaron a caer los musiqueros, y un día se apareció el Zitto. Negro pintón, arrebataba al mujeraje como el viento norte, decían. Muy cara de chaqueño, ojos chiquitos mirada tranquila, crenchudo como negro peronista que era. El Zitto se sentó a la barra, se pidió una copa de vino, agarró un marcador y escribió en la pared del bar donde todo el mundo escribía cosas. “La casa es chica pero sucia”, escribió el muy hijo de puta con ese humor entre simplón y cínico del que hacía gala. Cagándose de risa me pidió la guitarra, mi guitarra, la que mi viejo me regaló para mis quince, y se puso a cantar.
El Negro reía, siempre reía. Una vez me pescó batiéndome el flequillo para que se me inflara, flequillo típico de finales de los ochenta. Me lo revolvió un poco él, al tiempo que se reía diciéndome “yo, tanto trabajo para aplastármelo y vos te lo despeinás”. Ya dije que era crenchudo el Zitto. Habrá pensado que era una porteñita tilinga y sospecho que tenía razón.
Empezaba a desmayarse de a poco el año 89 y el Zitto andaba con otros musiqueros chaqueños y correntinos haciendo un espectáculo que en ese momento debía estar en Francia representando al país en el festival internacional de folklore, pero no pudieron porque nunca llegaron los fondos para semejante viaje. “La Delegación” -como se habían llamado- estaba recorriendo los pueblos de las dos provincias, cuando los atrapó la muerte en un recodo del camino, barranca abajo, a orillas del Paraná. Se fueron con el río Zitto, Johnny Behr, Michel y el Gringo Sheridan, el Chango Paniagua y el Yacaré Aguirre. Y las dos provincias se hundieron en las sombras mas hondas que yo hubiera visto en mi vida
Se murió el Zitto. Eso fue lo que dijo Manolo por la radio, en un hilo de voz. Yo estaba preparando las mesas en el bar, eran cerca de las siete de la tarde. El Carlitos Miño había nadado hasta una imposible orilla, había buscado un teléfono, y había llamado a Manolo para que el pueblo se enterara de lo que había sucedido con sus cantores. Poco a poco empezaron a caer los amigos por el barcito, todos con una tristeza plúmbea, con el dolor en el gesto, en el aire, en el silencio, en el abrazo. Tarde, ya pasada la medianoche, llegó Manolo. Destrozado, el hombre que había perdido a su amigo, lloró en un vino. No recuerdo más de aquella noche del 8 de septiembre. Pasaron veintidós años. Los mismos que yo tenía cuando lo conocí. Desde aquel tiempo me acompaña la dulce voz del Negro.
Esta noche, en la Plaza España de Resistencia, musiqueros, cantores, y el Pueblo chaqueño, encenderán tres fogones: uno por Zitto, otro por Johnny, y otro por todos los trabajadores de la cultura que se han ido en estos años. Yo estaré mil kilómetros río abajo, con el corazón allá, agradecida a la vida porque me dio la oportunidad de ser una persona mejor, después de haber transitado esos días chaqueños que me dejaron amigos queridos, la costumbre de la siesta, los ojos llenitos del rojo de los chivatos cuando florecen en noviembre, un cierto andar más lento, un pensar más despacioso, un gusto distinto por la sencillez, el amor por el chamamé, un vino negro compartido, y la voz siempre presente de Zitto Segovia. Voz que hoy les quiero regalar, levantando una imaginada copa de vino, un ¡salud, compañero Zitto!, y un eterno sapucay.
He dicho