Es la tarde. El sol se acuna lento, como hamacándose, espiándola por última vez hasta mañana, cuando la vea a pleno. La chica acomoda prolijamente todas sus cositas bien a mano. Repasa una y otra vez. Los zapatos de taco, nuevitos, brillantes, tres pares de medias porque siempre alguna se corre, en medio de los nervios. El vestido impecable, el saquito, que va a hacer calor pero siempre hay que tener un saquito. El collar de perlas, los aros, los anillos, las pulseras... todos puestos así, uno al ladito del otro, sobre el tocador. El estuche con los maquillajes: la base clarita, el tapaojeras, el rubor suave, el brillo labial, las sombras, el rimmel y el infaltable delineador. Todo perfectamente ordenado con esa serenidad inquieta de los preparativos de una gran ocasión. Una ocasión esperada, para brillar, para ser el centro de las miradas. Las mujeres sabemos hacer de eso un rito que no se compara con nada. Mañana va a estar linda, sí. Mañana van a quedar boquiabiertos todos los hombres del mundo, de su mundo, porque mañana el mundo es de ella. Mañana todo el mujeraje de la comarca la va a envidiar, sana o maliciosamente, la va a envidiar.
Hace días, o meses, o años, o toda su vida, que la chica se está preparando. En verdad, no es esta su primera gran ocasión, pero es tan especial que le humedece los ojos, le cimbra el aliento, le provoca ese nudo en el estómago. Todo el mundo revolotea, ajustando los últimos detalles para la fiesta. Las flores, las alfombras, los adornos. Todas esas cosas de las que se ocupan otros, porque la chica necesita cierta ajenidad para relajarse, aunque no mucho, no es su costumbre. Ella camina despacio por la habitación, recibe algunos llamados, mamá que pregunta si todo está bien, alguien que le alcanza un té, los chicos que regalan el mimo indispensable en el momento más díficil. Ella vuelve sobre sus pasos, piensa qué va a decir, teje ideas, se acomoda el pelo, tal vez se descalce y se tire un rato en el sillón.
En su soledad tan habitada desfilan los fantasmas queridos, las caricias ausentes, los tiempos del jean y la camisa a cuadros, los mandatos, los legados, las alegrías tamborilleadas, los amigos que sonríen desde la lejanía tan cercana de aquellos días. Con su último resuello, el solcito tenue alcanza a ver cómo aquella soledad se puebla de sonrisas desdentadas, cachetones morochos, pelos chuzos, de manos callosas, patitas flacas, sienes plateadas, delantales blancos, banderas, tantas banderas. Ahí, en esa soledad, ella lo sabe, están las mamás, los pibes, los viejos, los putos, los machazos, los pendejos, los obreros, las embarazadas, los estudiantes.
La chica sabe que están todos ellos y no está sola en esa soledad. Lo sabe y sonríe con esa sonrisa leve, apacible y diáfana. Se mira al espejo, se mira las manos, se acomoda el flequillo. Llaman a comer. Después, muy después, vendrá el descanso. Y la mañana, el desayuno liviano, sentarse frente al tocador, humectar la cara, esparcir la base con la esponjita, mirarse, pensar... todos los pensamientos se condensan en esos largos minutos, cuando una se maquilla. El lápiz pasa por el párpado rebelde que se inquieta con algún recuerdo, la sombra del mismo color de la ropa, o de un color neutro, en el centro del párpado, y un poco de profundidad en los bordes, así es. Las pestañas se arquean al paso implacable del cepillito del rimmel. Alguna broma de Néstor sale de la bruma e instala la sonrisa justa para que se deposite el polvo de rubor sobre las mejillas. Los retoques definitivos, la peluquería, vestirse despaciosamente, una última mirada al espejo, los besos que empiezan a afectar el maquillaje, los abrazos que capazmente arruguen un poco el vestido, los buenos augurios, las medias de repuesto en la cartera.
Y mañana iré a verla, vamos a ir todos los que le habitamos la soledad. Vamos a ir con toda esa furiosa alegría que ya no podemos contener. Vamos a ir a verla porque es la chica de todos. Vamos a ir a verla porque es su día y el nuestro. Ella terminó con sus preparativos y nosotros también. Vamos a ir a verla, sí. Y va a estar linda, tan linda cuando apoye su mano sobre la Constitución y jure...
Hace días, o meses, o años, o toda su vida, que la chica se está preparando. En verdad, no es esta su primera gran ocasión, pero es tan especial que le humedece los ojos, le cimbra el aliento, le provoca ese nudo en el estómago. Todo el mundo revolotea, ajustando los últimos detalles para la fiesta. Las flores, las alfombras, los adornos. Todas esas cosas de las que se ocupan otros, porque la chica necesita cierta ajenidad para relajarse, aunque no mucho, no es su costumbre. Ella camina despacio por la habitación, recibe algunos llamados, mamá que pregunta si todo está bien, alguien que le alcanza un té, los chicos que regalan el mimo indispensable en el momento más díficil. Ella vuelve sobre sus pasos, piensa qué va a decir, teje ideas, se acomoda el pelo, tal vez se descalce y se tire un rato en el sillón.
En su soledad tan habitada desfilan los fantasmas queridos, las caricias ausentes, los tiempos del jean y la camisa a cuadros, los mandatos, los legados, las alegrías tamborilleadas, los amigos que sonríen desde la lejanía tan cercana de aquellos días. Con su último resuello, el solcito tenue alcanza a ver cómo aquella soledad se puebla de sonrisas desdentadas, cachetones morochos, pelos chuzos, de manos callosas, patitas flacas, sienes plateadas, delantales blancos, banderas, tantas banderas. Ahí, en esa soledad, ella lo sabe, están las mamás, los pibes, los viejos, los putos, los machazos, los pendejos, los obreros, las embarazadas, los estudiantes.
La chica sabe que están todos ellos y no está sola en esa soledad. Lo sabe y sonríe con esa sonrisa leve, apacible y diáfana. Se mira al espejo, se mira las manos, se acomoda el flequillo. Llaman a comer. Después, muy después, vendrá el descanso. Y la mañana, el desayuno liviano, sentarse frente al tocador, humectar la cara, esparcir la base con la esponjita, mirarse, pensar... todos los pensamientos se condensan en esos largos minutos, cuando una se maquilla. El lápiz pasa por el párpado rebelde que se inquieta con algún recuerdo, la sombra del mismo color de la ropa, o de un color neutro, en el centro del párpado, y un poco de profundidad en los bordes, así es. Las pestañas se arquean al paso implacable del cepillito del rimmel. Alguna broma de Néstor sale de la bruma e instala la sonrisa justa para que se deposite el polvo de rubor sobre las mejillas. Los retoques definitivos, la peluquería, vestirse despaciosamente, una última mirada al espejo, los besos que empiezan a afectar el maquillaje, los abrazos que capazmente arruguen un poco el vestido, los buenos augurios, las medias de repuesto en la cartera.
Y mañana iré a verla, vamos a ir todos los que le habitamos la soledad. Vamos a ir con toda esa furiosa alegría que ya no podemos contener. Vamos a ir a verla porque es la chica de todos. Vamos a ir a verla porque es su día y el nuestro. Ella terminó con sus preparativos y nosotros también. Vamos a ir a verla, sí. Y va a estar linda, tan linda cuando apoye su mano sobre la Constitución y jure...
Feliz Año Nuevo, Tani.
ResponderEliminarTe mando un beso grande y abrazo a Gabriel.