Me da por pensarlo como un tío bueno que vivía lejos, no tan lejos después de todo, ya que cada tanto se daba una vueltita por casa. No tan lejos porque en nuestro día más triste vino, estuvo acá con nosotros, con ella, como un hermano. Uno de esos tíos que te amenizaban la fiesta de fin de año, cuando todo el mundo ya medio se está pudriendo y el tipo cazaba la guitarra y se ponía a cantar o te contaba un chiste de gallegos, o le metía un cubito en la espalda a la prima Graciela. Uno de esos tíos que siempre estaba, y cuando vos andabas en la mala mala fue capaz de darte una mano, no sólo una palmadita en el hombro y una palabra de aliento, no, que eso lo hace cualquiera. El tipo fue y te dio una mano para que vos salieras del pozo. ¿Por qué? Por nada, porque somos familia y es la manera de que no nos devoren los de ajuera.
Cosa rara estos presidentes que se parecen tanto a su Pueblo que uno los quiere como a un pariente, uno se acongoja cuando les pasa algo, se enorgullece de ellos, daría cualquier cosa por compartir un guiso, un vino, una guitarreada. Uno los tiene ahí, tan cerquita, como nuestro Néstor que vino y me abrazó, y abrazó a tantos, empezando por el camarazo en la frente. Como nuestra Cristina, como Evo, como el Pepe. Tan cercanos todos que los tuteamos, sabemos su vida y obra, recordamos sus frases, nos reímos con sus ocurrencias y aplaudimos sus actos de justicia. Cosa rara estos presidentes que cuando alguien los amenaza, salimos todas las gentes de bien de Latinoamérica a defenderlos. Porque somos familia, sí.
Digo cosa rara porque capazmente estábamos acostumbrados a esos presidentes lejanos, elegidos por el Pueblo pero tan distantes de él. Presidentes lamebotas de los yanquis, del FMI, tan afectos a los ajustes, las medidas antipopulares, de impecables trajes y corbatas y camisas con gemelos, tan de buenos modales, tan prestos a proteger corporaciones, bancos, poderes fácticos, especuladores, empresas multinacionales. Tan hábiles para hacernos pagar a todos las deudas de unos pocos. Presidentes que miraban con asco al Pueblo y con devoción al embajador de los iunaitidestéits o a un secretario de pindonga del FMI.
Entonces salen estos presidentes, saco desabrochado y mocasines, traje de fajina o camisa roja, saco ribeteado en aguayo. Salen como un ventarrón soberano, a despeinar la América tan prolijita, donde de repente empezaron a verse los pobres, los indios, los viejos, los niños, invadiendo territorios que les estaban vedados: una playa, una escuela, a veces un restaurante, un cine, un despacho. Salen estos presidentes que se hermanan, salen del Pueblo, se apapachan en él, lo sirven, lo reparan, lo educan, lo curan, lo levantan, lo dignifican.
Y cuando uno de estos presidentes se muere, no se muere. Porque los presidentes se mueren, la gente común se muere, los dictadores se mueren, los abogados, los contadores, los policías, los intendentes, los conductores de televisión se mueren. Pero los líderes no se mueren, se reproducen, se multiplican, se desparraman en ese Pueblo que los parió y que sale a la calle desencajado, perdido, ajado, triste, tan triste. Y el Pueblo llora y recuerda la operación del pibe, la casa, el trabajo, el remedio. Esas cosas, de esas cosas te habla el Pueblo, ojos renegridos y garganta seca.
Yo, peronista nacida y criada, parida en la idea de la integración latinoamericana, el antiimperialismo, la dignificación por el trabajo y eso, podría hablar de la muerte de un político de fuste, de un estadista, un militar del Pueblo, un bolivariano, un refundador de la Patria Grande y más palabras rimbombantes, y más análisis y esas cosas. Pero la verdad es que siento triste, como que se me murió un tío bueno que vivía lejos. No tan lejos, después de todo.
He dicho.
¡Hasta la Victoria siempre, Compañero Comandante!