
Las vísperas de mi cumpleaños eran algo fabuloso. Colgar las guirnaldas en el comedor, una de tríangulos que decian feliz cumpleaños y las de papel crepé que armábamos nosotros, comprar el jamón y el queso para rellenar los sacramentos, mi vieja en la cocina preparando la torta, planchando el mantel, mi viejo que a la noche traía las últimas cosas, mis hermanitos muertos de envidia porque la homenajeada esta vez era yo. Toda una preparación infernal para una fiestita que no duraba mucho más de dos horas, sin payaso ni toda esa parafernalia porque en aquella época medio que no se usaba mucho, y si se hubiera usado mis viejos no podrían pagarlo y además no entrábamos todos en un dos ambientes.
Las vísperas del primer día de clases también estaban buenas. Forrar los cuadernos con papel araña azul, sacar punta al lápiz negro, a los de colores no porque ya venían con la punta sacada. Pero con la gillete mi mamá les hacía una feteadita en la parte de atrás para que yo pusiera mi apellido. El olor de los cuadernos nuevos, del plástico de la cartuchera, acomodar todo en el portafolios de cuero marrón claro. Mi vieja planchaba el delantal de tres tablas y lo dejaba en una percha colgado, anhelante. Los zapatos guillermina perfectamente lustrados, las medias azules bien dobladitas, la cinta azul para el pelo también planchadita para que el moño quede impecable.
Otras vísperas lindas eran las de Reyes. Había que escribir cartita, jurando y perjurando haberse portado bien ese año, cosa no siempre cierta, más bien nunca, recorrer el barrio juntando pastito para los camellos, lustrar bien los zapatos, que queden brillantes para que a los reyes les guste, poner el pastito y los zapatos y el agua al lado de la puerta e irse a dormir tempranito porque a los reyes no les gusta que los vean y además así el tiempo se pasa más rápido y llegaba la mañana de regalos, ojalá sea un libro de la colección Robin Hood, puede ser El Príncipe Valiente, o Sandokán.
Las vísperas de un viaje tengo tambiém. Un viaje que me llevaba mil kilómetros al norte de mi vida, de mi gente, de mi amigos, de mi parientes, del viejo, la vieja, mis hermanos, hacia una provincia olvidada, postergada, un pedazo de suelo argentino que siempre me había llamado la atención en el mapa por su forma de caballito. Tener el pasaje para ir en tren, cargar los libros más importantes, toda la ropa. Hacer el avío que era al mismo tiempo cisura y raigambre con este Buenos Aires querido y odiado. Ver los ojos infinitamente azules del viejo que apoyaba mi decisión con todo el generoso dolor del que pueda ser capaz un padre, porque él también apostaba a que allá, entre chivatos y viento norte, encontraría la alegría del amor en unos ojos negros y buenos, y mi propio camino. No saber, no saber, que en un gesto de amor casi primario, la vieja había deslizado subrepticiamente un frasco de nescuik y otro de azúcar, que fue su forma de decirme que me quería, impedida como estaba de ponerlo en palabras, siendo, de hecho, que no me hablaba desde hacía dos semanas, cuando supo que la ida era cierta.
Las vísperas de un estreno. Despertaba a veces aterrorizada después de soñar que me había olvidado la letra o me faltaba el vestuario. El último ensayo, sin cortes, descubriendo vericuetos del personaje hasta último momento, sabiendo que iba a seguir descubriédolos en las funciones. Anotar todo, para no olvidarse ni el trapo ni el vinagre para pasar al escenario antes de la función, así viene mucha gente. Las indicaciones de Hemilce, la mejor directora que tuve en mi vida, la que sacó lo más brilante de mi vida como actriz. Intuir que allá, en la última fila, iba a estar el viejo aplaudiendo como cuando actuaba en Buenos Aires, orgulloso de esa hija que cumplía sus sueños. Asegurarme de no tener nada amarillo, de que estén todos los maquillajes, de no coserme nada con la ropa puesta. Soñar con el aplauso del público, que siempre agradece lo que se le brinda desde las entrañas. Y el nudo, el nudo ese, indescriptible, en la boca del estómago, el temblor de patas que iba a durar justito justito hasta el momento de poner el pie (derecho) sobre el escenario, para que la magia llegara y por una hora y pico todas esas personas creyeran una historia.
Las vísperas de otro viaje, que me pone quinientos kilómetros al sur de la soledad. Y pongo este párrafo en presente porque así es de presente. No sé qué se pone en una valija cuando una se va por primera vez de vacaciones con el hombre que ama. No sé lo que es irse de vacaciones con el hombre que se ama. Hará demasiado frío, lloverá, cómo será la luna ahora sobre aquella ciudad que no veo hace treinta años, y que ahora me va a devolver este tipo increíble, dulce y huraño, que se anima, se anima a pasar una semana conmigo que hace tantos años que no sé lo que es convivir con un hombre. Todos los terrores y las ilusiones es lo que se pone en esa valija, al lado de los zoquetes y el camitontito. Todas las dudas y los anhelos, ahora lo sé, creo. Los sueños que alejan dolores, eso se pone. La posibilidad incierta pero sí, dale, de que las cosas sean diferentes, de que al fin haya llegado el tiempo de descansar, de dejarse mimar, de sostener y dejarse sostener. Y otra vez los temores... ¿Se aburrirá, la pasaremos bien, nos reiremos, nos enojaremos, podré adueñarme de esa ciudad con mar? Quién sabe, tantas cosas pueden pasar entre dos personas en una semana...
Las vísperas son un regalo maravilloso cuando sabés, sabés, que al otro día te va a pasar algo definitivamente bueno.
Así estoy hoy. En vísperas...
He dicho
Hermoso compañera su post y si es real, o al menos para mi si lo es; sus sentimientos sobre las visperas; le digo que a mi me produce un raro efecto, como que se me frunce y me corre un frio entre la espalda y el pecho una sensación de miedos, mas cagazo que miedo, y alegrias. Despues del domingo la sigo.-
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