Y mi viejo sí que sabía contar historias. Todas las noches lo hacía. Inventaba cuentos fabulosos con brujas, elefantes, duendes, hadas, zapateros, pobres y patitos amarillos. Unas historias bárbaras en las que siempre, pero siempre, ganaban los buenos. Y siempre ganaban porque se juntaban para sacarse de encima al malo. Y ya dije que ganaban. Las historias de mi papá siempre terminaban bien.
Para contarme esas historias, mi viejo buscaba el momento especial, que no siempre era antes de dormir. A veces era cuando llegaba, y golpeaba la puerta con un t a- ta- ta tata, y nosotros gritábamos “PA -PÁ”, y nos tirábamos encima, y buscábamos en los bolsillos de la campera algo, unos pocos caramelos que el tipo separaba de su pobreza para los tres pibes. Y se largaba a contar, y hacía efectos con la voz, y gesticulaba, y por ahí apagaba la luz para que el “mostro” nos diera más miedo.
Pero había una historia que contaba siempre, y era distinta. Porque la contaba de a pedazos, y no la inventaba. Lo primero que me contó fue que cuando él era chico salió un día a la vereda y vio cómo venía un montón de gente, mujeres con sus pibes, caminando por la Avenida Almafuerte, y que los policías no se animaban a hacerles nada. Que venían gritando un nombre. Que era el nombre de un señor muy bueno que meses después fue presidente y le hizo llegar –a mi papá- los zapatos y el delantal para que fuera a la escuela.
Que se llamaba Perón. Que el pueblo lo amaba porque les había dado dignidad, trabajo, vacaciones, aguinaldo. Que antes de él hasta las cucharitas de té eran inglesas y que con él empezó a crecer la industria nacional, y que eran nuestros el petróleo, el carbón, los trenes, y hacíamos autos, barcos y aviones.
Y que se había casado con una mujer hermosa y buena, como un hada, a la que la gente llamaba Evita, que quería mucho a los chicos y a los viejitos y trabajaba hasta muy tarde para hacerlos felices. Y que un día se había muerto de tanto trabajar, y todo el Pueblo la lloró durante muchos días y se hicieron cuadras y cuadras bajo la lluvia para darle un último beso.
Me contó que después de que se murió Evita, Perón ya no era el mismo. Porque parece que Evita le decía quiénes eran los buenos y quiénes los malos y sin su ayuda, él no era igual. Pero, de todos modos, había mucha gente de mucha plata que no lo quería a Perón porque Perón estaba a favor de los pobres, de los trabajadores, y no de los patrones, y que como los patrones ganaban menos plata (mucha, pero menos), fueron a pedirles a los militares que lo sacaran a Perón. Y los militares lo sacaron y hasta prohibieron decir su nombre, pero la gente lo decía igual, bajito, y decían que iba a volver. Pestes me hablaba de los militares, mi papá. Que habían fusilado peronistas y que se robaron el cadáver de Evita. Cómo odiaba a los militares, mi viejo. Y también odiaba a la Iglesia, a la Iglesia llena de oro que también quiso sacarlo a Perón, y por eso los peronistas habían quemado las iglesias del centro, después de que los militares habían bombardeado la Plaza de Mayo desde unos aviones que tenían una cruz en la panza. Por eso odiaba a la Iglesia, mi viejo. Y también porque en plena ceremonia del casorio el cura le había pedido la plata y mi viejo le dijo que sí, pero después tardó un montón en mandársela, de bronca nomás, porque los casamientos no tenían que cobrarse, pero él se había comprometido.
En medio de esas historias, Perón, que había vuelto y ahora era presidente, se murió. Y yo lo ví llorar a mi viejo. Triste, triste como también me puse yo, porque se había muerto un hombre bueno gracias al que mi papá había tenido zapatos y delantal.
A medida que fueron pasando los años, las historias de elefantes y patitos fueron sumergiéndose en nada. Pero la historia de Perón, seguía. Ahí ya empezó a hablarme de la Constitución del 49 y el Estatuto del Peón, y del IAPI y la resistencia con los loros peronistas y los caños. Y un día, como al pasar, me tiró un ejemplar de “Conducción Política” y un libro sobre la vida de Evita. Y me cagó, el viejo. Me hizo irremediablemente peronista.
Cumplí dieciocho años un día, y lo primero que hice fue ir a afiliarme. Aún cuando ya había sufrido la derrota del 83.
Tonce, patito amarillo, crecí y empecé a leer otros libros sobre el peronismo, y a escuchar a gente que contaba otras partes de la historia. Y descubrí a un Perón frío, otro viejo, uno de derecha y otro revolucionario, uno calculadamente simpático y otro duro, tan duro…
Supe, y ya no pude decírselo a mi viejo, que Perón tenía tantas caras y matices que a veces era difícil de entender. Y que aún así, yo seguía eligiendo ser peronista. Porque Perón, sobre todas las cosas y aún por sobre sus claroscuros, era el hombre que había hecho feliz al Pueblo.
Lo extraño es que, aunque ya también hace años murió mi viejo, esta historia que me contaba, aún no termina
Para contarme esas historias, mi viejo buscaba el momento especial, que no siempre era antes de dormir. A veces era cuando llegaba, y golpeaba la puerta con un t a- ta- ta tata, y nosotros gritábamos “PA -PÁ”, y nos tirábamos encima, y buscábamos en los bolsillos de la campera algo, unos pocos caramelos que el tipo separaba de su pobreza para los tres pibes. Y se largaba a contar, y hacía efectos con la voz, y gesticulaba, y por ahí apagaba la luz para que el “mostro” nos diera más miedo.
Pero había una historia que contaba siempre, y era distinta. Porque la contaba de a pedazos, y no la inventaba. Lo primero que me contó fue que cuando él era chico salió un día a la vereda y vio cómo venía un montón de gente, mujeres con sus pibes, caminando por la Avenida Almafuerte, y que los policías no se animaban a hacerles nada. Que venían gritando un nombre. Que era el nombre de un señor muy bueno que meses después fue presidente y le hizo llegar –a mi papá- los zapatos y el delantal para que fuera a la escuela.
Que se llamaba Perón. Que el pueblo lo amaba porque les había dado dignidad, trabajo, vacaciones, aguinaldo. Que antes de él hasta las cucharitas de té eran inglesas y que con él empezó a crecer la industria nacional, y que eran nuestros el petróleo, el carbón, los trenes, y hacíamos autos, barcos y aviones.
Y que se había casado con una mujer hermosa y buena, como un hada, a la que la gente llamaba Evita, que quería mucho a los chicos y a los viejitos y trabajaba hasta muy tarde para hacerlos felices. Y que un día se había muerto de tanto trabajar, y todo el Pueblo la lloró durante muchos días y se hicieron cuadras y cuadras bajo la lluvia para darle un último beso.
Me contó que después de que se murió Evita, Perón ya no era el mismo. Porque parece que Evita le decía quiénes eran los buenos y quiénes los malos y sin su ayuda, él no era igual. Pero, de todos modos, había mucha gente de mucha plata que no lo quería a Perón porque Perón estaba a favor de los pobres, de los trabajadores, y no de los patrones, y que como los patrones ganaban menos plata (mucha, pero menos), fueron a pedirles a los militares que lo sacaran a Perón. Y los militares lo sacaron y hasta prohibieron decir su nombre, pero la gente lo decía igual, bajito, y decían que iba a volver. Pestes me hablaba de los militares, mi papá. Que habían fusilado peronistas y que se robaron el cadáver de Evita. Cómo odiaba a los militares, mi viejo. Y también odiaba a la Iglesia, a la Iglesia llena de oro que también quiso sacarlo a Perón, y por eso los peronistas habían quemado las iglesias del centro, después de que los militares habían bombardeado la Plaza de Mayo desde unos aviones que tenían una cruz en la panza. Por eso odiaba a la Iglesia, mi viejo. Y también porque en plena ceremonia del casorio el cura le había pedido la plata y mi viejo le dijo que sí, pero después tardó un montón en mandársela, de bronca nomás, porque los casamientos no tenían que cobrarse, pero él se había comprometido.
En medio de esas historias, Perón, que había vuelto y ahora era presidente, se murió. Y yo lo ví llorar a mi viejo. Triste, triste como también me puse yo, porque se había muerto un hombre bueno gracias al que mi papá había tenido zapatos y delantal.
A medida que fueron pasando los años, las historias de elefantes y patitos fueron sumergiéndose en nada. Pero la historia de Perón, seguía. Ahí ya empezó a hablarme de la Constitución del 49 y el Estatuto del Peón, y del IAPI y la resistencia con los loros peronistas y los caños. Y un día, como al pasar, me tiró un ejemplar de “Conducción Política” y un libro sobre la vida de Evita. Y me cagó, el viejo. Me hizo irremediablemente peronista.
Cumplí dieciocho años un día, y lo primero que hice fue ir a afiliarme. Aún cuando ya había sufrido la derrota del 83.
Tonce, patito amarillo, crecí y empecé a leer otros libros sobre el peronismo, y a escuchar a gente que contaba otras partes de la historia. Y descubrí a un Perón frío, otro viejo, uno de derecha y otro revolucionario, uno calculadamente simpático y otro duro, tan duro…
Supe, y ya no pude decírselo a mi viejo, que Perón tenía tantas caras y matices que a veces era difícil de entender. Y que aún así, yo seguía eligiendo ser peronista. Porque Perón, sobre todas las cosas y aún por sobre sus claroscuros, era el hombre que había hecho feliz al Pueblo.
Lo extraño es que, aunque ya también hace años murió mi viejo, esta historia que me contaba, aún no termina
Sabes que no pongo en duda nada de lo que contas, pero ademas como tangencialmente las nuestras historias se juntan en la amistad de nuestros padres, puedo decir que es verdad lo que decis.
ResponderEliminarMi papa cuenta lo mismo... o los dos estaban en los mismos lugares o la copa del torneo de basquet Evita es una prueba.
Bueno... un poco desordenado, pero debe ser la hora.
Perón sigue, porque seguimos nosotros y nosotros seguiremos.. asi que Perón seguirá existiendo en nuestros corazones y en nuestras acciones.
Saludos!
excelente, ojala me hayan hablado un poco mejor de Perón en mi infancia XD
ResponderEliminarSaludos Tani
Muy emotivo, Tani. El peronismo -para nuestra generación- es una marca a fuego en el cuore que nos dejaron nuestros viejos y abuelos. Besotes!!!
ResponderEliminarTana, cuanto te quiero...
ResponderEliminargracias por prestarnos por un ratito a tu viejo y traerme al mio de pasada. bendita tu pluma peronista y tu corazon de cabecita negra.
"Si el pueblo fuera feliz y la Patria grande, ser peronista sería un derecho; en nuestros días, ser peronista es un deber. Por eso soy peronista." Evita (nuestra mamá)
Que buen relato! en clave de cuento infantil. Genial!
ResponderEliminarMe hace acordar, un poco a mí peronismo. Mi vieja es radical, mi viejo era medio peronista pero no militante.
De chico tenía una niñera que provenía de una familia muy humilde de laburantes. Me adoptaron como un hijo y yo lo quise a ellos como padres o a abuelos. Ellos me contaron quién era Perón y que había hecho Perón, em épocas donde también se pronunciaba este nombre en voz baja.
Ya contaré debidamente esta historia.
La tuya es muy conmovedora.
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ResponderEliminarDemocrática con los cobardes que ni firman, las pelotas, anónimo!
ResponderEliminarAdemás, el que avisa no traiciona, anónimo
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ResponderEliminarNo puedo parar de llorar, anónimo. Que te garú finito.
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