Así les decimos los que las queremos, porque uno a la vieja le dice eso, vieja. Bueno, también les dicen así los que no las quieren, pero suena distinto. A ellas, creo que a veces les gusta y otras veces no. A alguna que otra le da por la coquetería y te dice “pero no somos viejas, che”, y si te dicen eso clavándose una porción de muzza con fainá después de una reunión agotadora, no te queda otra que creerle.
Siempre me pregunté cómo hicieron, cómo dejaron el bordado y los fideos del domingo y se le plantaron a los milicos sin más armas que sus pies rondando una plaza, cómo fueron capaces de salirse del drama privado, íntimo, particular, para ser la expresión de una tragedia colectiva. Cómo trocaron uno en treinta mil. De dónde sacaron la fibra, si casi todas eran sencillas amas de casa dedicadas al marido y a los hijos, nada que ver con la política, más que aguantar a los pibes que iban y venían de reuniones y esperarlos con unas milanesas.
Cómo es el derrotero, del planchado del delantal de la nena a esa súplica de voz quebrada frente a una cámara “no sabemos si tienen frío”, “por favor, ayúdennos, ayúdennos”. No sabemos si tienen frío, decían. Madres, al fin. Madres privadas del acto más tierno que tiene una madre hacia su hijo: arroparlo.
Cómo es el derrotero, del planchado del delantal de la nena a esa súplica de voz quebrada frente a una cámara “no sabemos si tienen frío”, “por favor, ayúdennos, ayúdennos”. No sabemos si tienen frío, decían. Madres, al fin. Madres privadas del acto más tierno que tiene una madre hacia su hijo: arroparlo.
Constantemente viene esa imagen a mi cabeza: el pedido desesperado de una mamá. Y al mismo tiempo el chacal argento que dice que los desaparecidos “no tienen entidad, no están”. Siniestro contraste.
Cuando elegí ser locutora lo hice en el afán de ser garganta de quienes no tienen la posibilidad de decir. Y allí estuvieron las viejas para ser mis madrinas, sellando el compromiso con un diploma y un pañuelo blanco. Es el honor más grande que me ha dado este oficio, el que nunca voy a poder explicar. Por eso cuando grito en el micrófono, cada 24 de marzo, siento miles de voces que pasan por mi voz. Y cuando ellas suben, y me acarician, sé que escogí el camino que era para mí.
Hace treinta y dos años, las viejas se fueron a la plaza. Sospecho que llegaron con cierta fe poética, como esperando que la Libertad, desde lo alto de la pirámide, les diera las respuestas: dónde están, cuándo vuelven… para recuperar la espera con milanesas.
Y no. No hubo respuestas. Pero había otras mujeres, otros hijos arrancados. Y meses más tarde hubo un cana, que estúpidamente les ordenó “circulen”, sin saber que estaba dando inicio a algo que jamás se detendría
Y no. No hubo respuestas. Pero había otras mujeres, otros hijos arrancados. Y meses más tarde hubo un cana, que estúpidamente les ordenó “circulen”, sin saber que estaba dando inicio a algo que jamás se detendría
Hoy las viejas cumplen treinta y dos años de ronda tenaz. Jamás pidieron venganza, jamás revancha, jamás paredón. Hoy cumplen treinta y dos años de habernos parido a todos, de enseñarnos a no olvidar, a no perdonar, a no reconciliarnos. Siempre estuvieron donde debían estar: en la plaza o en el mundo, diciéndole a los pueblos lo que pasaba, y haciendo del pañuelo blanco, el más profundo símbolo de la lucha y la dignidad.
Están más viejitas las viejas. Caminan despacio, están como más petisitas, ya no se bancan muchas horas paradas, algunas ya no están. Les duelen las articulaciones y hablan bajito, pero se pintan discretamente los labios. Una podría escucharlas por horas, tiñendo el aire de recuerdos. Una les intuye cierto cansancio y cree que un día van a detenerse, aunque sea un rato. Pero siguen, las viejas, siguen.
Como para mostrarnos que vivir es el deber de no claudicar.